martes, 26 de diciembre de 2017

Bright. La película que ya no nos merecemos







Esto es un mundo alternativo.

En 1983, Eddie Murphy y Nick Nolte volvieron a unirse tras "Límite 48 horas", a la órdenes, de nuevo, de Walter Hill. Una nueva buddy movie con elementos fantásticos. Dos polis, un humano (Eddie Murphy con sus habituales ripios) y otro orco (un Nick Nolte escondido tras un aparatoso maquillaje obra de un casi novato Stan Winston) que tienen que hacer equipo en un mundo lleno de elementos de la fantasía heróico: hadas, brujas, elfos y dragones. La peli, como todo el mundo sabe, se llamó Bright y hoy día está considerada como una película de culto entre los criados en los ochenta y la generación del videoclub.

El mundo real.

Año 2017, vivimos el Episodio VIII, existen plataformas con miles de contenidos, todos tenemos opinión en internet y los criados en los ochenta somos tildados de fanboys, "jeiter", rancios o pollaviejas. Vivimos en un mundo un poco gilipollas, la verdad. A finales de año, Netflix estrena Bright, su primer blockbuster en streaming, dentro de la cuota y disponible para cuando a uno le dé la gana. Ochenta millones de presupuesto y Will Smith como cabeza de cartel. Dirige David Ayer, un especialista en thrillers urbanos y acción cruda que viene de dirigir una película que no le ha gustado a casi nadie pero ha hecho casi ochocientos millones en taquilla, Escuadrón Suicida. Escribe Max Landis, autor hijo de ESE Landis y que tiene en su haber cosas como Chronicle o la serie de culto Dick Gently, también para Netflix.

Como decía más arriba, Bright es una buddy movie que explora mediante una persecución urbana un universo alternativo donde hace dos mil años varias razas se unieron para derrocar al Señor Oscuro. Enanos (no se ven en pantalla pero se hace alusión a ellos), elfos, orcos, humanos, comparten la ciudad de Los Ángeles junto a centauros, hadas o dragones. Una mezcla que es más Shadowrun que la trillada Alien Nación y que fuerza una alegoría sobre el racismo y la diversidad que sigue estando vigente a estas alturas.

Bright está bien hecha, bien fotografiada, bien interpretada, y tiene un guión entretenido. No es una mala película en absoluto, ni siquiera es una mediocridad. Es una peli de polis buenos contra polis corruptos llena de conceptos chulos, escenas de acción que se ven, posibilidades y humor mil veces empleado en otras producciones laureadas y mitificadas. Pero para muchos espectadores es un meh, un bluff, algo que despreciar. ¿Por qué? Me mojo, ¿vale? Porque Bright solo necesita un click en el menú de Netflix, porque no es una franquicia de superhéroes, porque puedes pasar a otra cosas, porque en sólo con que un tipo en twitter diga que la peli es una copia de Alien Nación ya es mala; porque Will Smith es un árbol que empieza a caerse, y ya sabemos qué les ocurre a los árboles que caen, porque es del director del Escuadrón Suicida y además se le acusa de firmar un guión que no es ni suyo. Alien Nación maneja un concepto similar en lo que se refiere a la confrontación de especies entre dos seres que tienen que trabajar juntos, sí, pero Bright es ambiciosa en su universo, y está más cerca del rol polivalente que del drama alienígena. En Bright vemos esquinas y opciones por explorar en lo que podría haber sido una más de polis buenos contra el mundo. 

Yo me he quedado con ganas de más. De más de ese humor confortable y manido, de más elfos killers y orcos pandilleros (los latinos de este mundo), de dragones que cortan la luna en Los Ángeles, de varitas que conceden deseos y de agentes federales con las orejas puntiagudas. Bright supera el cliché con buen hacer sin abrazarse a ninguna licencia. ¿De verdad queremos cosas nuevas?

jueves, 21 de diciembre de 2017

Supernova, el fin del universo.






Ahora habrá motivos de queja, pero el final de los años noventa y el principio de los dos mil fueron canelita para el cine comercial Y como es poco popular y en realidad nadie lo ha pedido, estoy haciéndome un ciclo de cine de esa época que me está dejando el cuerpo fino, fino.

Empiezo con un fracasazo de la MGM que se estrenó en el año dos mil pese haberse rodado con muchas fatigas en el noventa y ocho: Supernova, el fin del Universo. La apostilla de "el fin del universo" se pondría para diferenciarla de la otra Supernova de Marta Sánchez; película que no entiendo cómo no es de culto ahora que hay gente empeñada en reivindicar verdadera ponzoña. Pero esa es otra historia que NO merece ser contada.

Vuelvo a Supernova, la americana, la menos mala. Supernova está firmada por un tal Thomas Lee, que es lo mismo que firmarla como Alan Smithtee, o lo mismo que decir que su director tiene la vergüenza suficiente como para no querer verse envuelto en esta movida. Pero el que inicio la historia no es otro que el grandísimo Walter Hill con una historia del experto en chucherías de serie B William Malone y el experto en efectos especiales Daniel Chuba. Y escrita por David C Wilson, que también ha firmado, entre un par de cosas más, Arma Perfecta. ¡Toma ya! Me imagino a Walter Hill pensando en hacer una epopeya de acción sideral oscura, adulta, un thriller espacial con fuste y potencia... Hill estuvo en el proyecto de Alien desde el primer momento, y algo debería saber sobre claustrofobia y tensión cósmicos. 

El resultado, como se suele decir, te sorprenderá.

Supernova cuenta, o eso es lo que se ve en la peli, la última aventura de la nave de rescate médico, Nightingale. Como suele pasar, reciben una llamada de auxilio y se lanzan al rescate perdiendo por el camino a su capitán y metiéndose de cabeza al ladito de un sol a punto de explotar. Además de rescatar a un tipo con aviesas intenciones y un objeto de la disformidad. ¡Yeahhhh! Supernova es la prima olvidada de esa peli que todos alaban como objeto de culto que es Horizonte Final. Coinciden en algunas tramasy la primera hace buena a la otra. Supernova es una película a medio cocer, saturada de filtros azules y efectos especiales a medio hacer; llena de planos inclinados, montaje dispar (recordar que Coppola cobró un millón de dólares por montarla y Jack Sholder estuvo en el rodaje porque Hill fue despedido por no querer seguir rodando con menos pasta), y la sensación de que esto no es lo que estaba en el guión.

La tripulación es un James Spader que quiere ser Han Solo; Angela Basset perdidísima, Robin Tunney con furor uterino, Lou Diamond Phillips con ataque de cuernos, Wilson Cruz antes de entrar en la Discovery, y Peter Facinelli como el villano de la disformidad. También sale un Robert Foster recién rescatado por Tarantino y un robot vestido de aviador.

Un fracaso descomunal que costó más de la cuenta y no luce en pantalla. Un filme olvidado por casi todos que se puede ver como una curiosidad de fin de siglo a la que hay poco que rescatar. Una de esas pelis que sólo sirven para que un tipo como yo hable en su blog en este dos mil diecisiete que se acaba.

domingo, 17 de diciembre de 2017

El concursante de la camiseta del Capitán América.






Hace unos días vi una imagen de un concursante de un programa de televisión pulular por las redes sociales con encabezados como "si buscas la palabra tonto en el diccionario sale este tío", o "postureo", y otras calificaciones más duras. La gracia de la imagen era que el concursante llevaba una camiseta del Capitán América y una de las preguntas, que como ya sabéis falló, aludía directamente al cargo de dicho capitán dentro de Los Vengadores. Ese fallo ha supuesto el cachondeo, la mofa y el pitorreo de decenas de grupos de facebook, el análisis de las conductas filosófico/comerciales de llevar camisetas de superhéroes si no eres fan de ellos, y el mismo pitorreo en redes más agresivas como Twitter.

Esa imagen y las consecuentes burlas de aficionados (muchos, muchísimos), me ha llevado a pensar que el fandom, el frikismo, el nerd, el geek, o como quiera etiquetarse, no tiene más relevancia moral que un club de fútbol, una banda de moteros o una agrupación belenista. Ese friki que se parte la camiseta con la portada del número 143 de Uncanny X-Men si alguien se mete con su afición; ese friki que exige el respeto de la sociedad y la normalización de sus aficiones, puede convertirse en un matón más: un tipo que se ríe a carcajadas de un chaval que no conoce de nada pero que se merece su carcajada porque ha osado elegir una vestimenta que no es la adecuada.

¡Postureo! Dicen algunos. Sería postureo si ese concursante antes de fallar la pregunta hubiera dicho que era aficionado a los cómics, que era un miembro del grupo... pero no, no dijo nada de eso. Su pecado mortal es haber ido al Primark, haber visto una camiseta con un logo guay y elegir esa prenda para ir a un concurso de la tele de marcado tono informal.

El friki pide que se le respete, que nadie se meta con él. Está legitimado por la actualidad, por el éxito de Marvel/Disney en el cine, por discursos de Will Weathon diciendo que bastante sufrimos en el cole, que ahora dominamos el mundo, que estamos por encima porque somos los hijos de la cultura pop. Y una mierda.

El aficionado a los superhéroes, a Star Wars o a lo que sea, puede ser tan hijo de perra como cualquiera. Y se demuestra con estas actitudes. Con esas antorchas y esos insultos que se dicen desde el parapeto del móvil. Respecto cero por parte de miembros del fandom que exigen carnets de friki como quien pide una vida laboral.

Recuerdo hace años, en las extintas jornadas del Cómic de Sevilla, una anécdota que hizo darme cuenta de que el clasismo impera sobre todo en las gilipolleces. Estaba allí a lo mío con una camiseta roja con el símbolo de Flash. Tuve esa camiseta varios años, me la hizo un amigo, y me molaba llevarla. Pues resulta que hablando con otro aficionado, éste colocó la punta de su índice sobre el logo de Flash y dijo algo como esto: "¿Ves? Cualquiera puede llevar una camiseta como ésta y llamarse friki. La verdadera es la camiseta con un mensaje que no entienda la gente "normal". Esta no vale."

Nos merecemos todo el desprecio de la gente "normal" con cosas como el pecado mortal del "tonto" que cometió la desfachatez de ponerse una camiseta de una tribu que no le pertenecía. Somos manada.

martes, 12 de diciembre de 2017

Pequeña elucubración sobre el inminente Episodio VIII







Desde hace dos años, y hasta que la empresa del ratón lo diga, las Navidades tienen otro acicate más, al menos para mí: una nueva película de Star Wars. Yo viví la sequía entre la primera trilogía y la segunda, me ilusioné en ese final de los noventa con el Episodio I, mantuve la frente alta con el II y el III, y me consolé con no tener más películas sobre la Saga. Aprendí a vivir en el Universo Expandido, a merodear por sus novelas y cómics, a soñar con galaxias lejanas. Star Wars, los cómics Marvel y DC, libros, cualquier tipo de cine... todo suma. Pero Star Wars es uno de mis puntos débiles. Para otros es el rap, el death metal, Lovecraft o Star Trek. Todo es respetable si se ama.

Hasta que llegó lo que llegó: una ciclogénesis explosiva entre Disney, redes sociales e "internec" en general. Un detonador termal que estalla cada año y que es capaz de quitarte las ganas de jedis, Fuerzas y destructores imperiales.

Porque le he cogido miedo a estos días y los que vengan. Miedo a los hijos de puta que viven para destripar la película desde la misma premier; miedo por los repartidores de carnets de fans; asco hacia lo que desprecian los gustos ajenos y los que no respetan nada que no esté en su altar. Miedo y asco en Jaaku, se llamaría la película.

Pero pese al miedo y el asco estoy deseando que llegue el día de ir al cine de la mano de mi hija para enfrentarme a algo nuevo. A vivir un capítulo más de una historia que me acompaña desde casi toda la vida y que he aprendido a amar de nuevo a través de mis hijas. Star Wars es algo que va más allá del marketing o de los muñequitos, es parte de nuestra cultura popular; una parcela en nuestro ocio; un rayo de luz en un mundo demasiado frío en ocasiones. Star Wars es el primer compás de la fanfarria de Williams, es el efecto de sonido de un sable de luz al activarse; o es el zumbido de un Tie-fighter en persecución. Es mucho más. Es algo que se vive de forma personal, que merece respeto y un análisis que va más allá del mero producto cinematográfico. Disney no nos ha violado la infancia, ni ha mancillado nada. Nos ofrece algo que podemos o no aceptar cada Navidad, pero no nos roba las ediciones extendidas o no de las películas anteriores. No va de eso. Va de ser pequeño durante dos horas; o al menos, dejar el morrito encogido y el "mimimimi" en casa para dejarnos embaucar otra vez en un cuento de hadas que en ocasiones puede ser fallido, pero entretiene y nos devuelve algo del sentido de la maravilla perdidos.

Dadme un Episodio VIII en paz, por favor.

miércoles, 6 de diciembre de 2017

Me contaron Robocop




El otro día vi, como cualquier hijo de vecino, el trailer de la nueva de los Vengadores. Muy guay todo, muy potente, muchas ganas de verla, claro, y la sensación de que el aficionado a estas cosas vive en una continua montaña rusa de expectativas cumplidas, deshinchadas y salivación constante. Nos tienen atrapados porque queremos cada vez más; queremos Universos cohesionados, construidos con solidez, pero rapidito, fácil e impactante. Queremos que cada nuevo estreno nos cambie la vida y nos desgarre el alma. Aunque la veamos descargada de internet o estemos deseando destrozarla en las redes sociales. Somos un monstruo insaciable, infantil y de estómago agradecido, después de todo.

Pero hubo un tiempo en que no era así. A mí me contaron Robocop en el colegio. Sí, ese Robocop, el de mil novecientos ochenta y siete, el de Verhoeven, sí, sí, el bueno. En aquel tiempo yo tenía nueve años y mi amigo Rubén y yo pasábamos el tiempo del recreo alejados de la pelota de fútbol... y nos dedicábamos al noble arte de flipar. Flipábamos muy fuerte con casi todo. Dibujos animados, películas, tebeos... lo que fuera. 

Yo tenía ganas de Robocop desde que vi un anuncio en la tele, de esos de medio minuto, donde se adivinaban unos diseños robóticos acojonantes, violencia a tope y futurismo. Es más, en mi inocencia yo me había montado mi propia película y creía que había dos robots: el Robocop con casco y otro calvo con rostro humano. ¡Y el calvo era el malo! Todo estaba claro en mi cabeza. ¡Peliculón! Pero mis padres no me llevaron a verla y empecé a contar los días hasta que cayera en el videoclub.

Y mi amigo Rubén la vio antes que yo.

Y me la contó a su manera.

Ese fue mi trailer, mi "spoiler", mi visionado a través de un niño de nueve años que la había visto el día anterior y estaba loco por contármela. Era su amigo del alma (y lo sigue siendo) y se vio en la obligación moral de contarme Robocop a su manera. Poco recuerdo de sus palabras, y sólo puedo parafrasear cosas como "¡Salen tetas! ¡Y hay un robot super chulo que mata a un hombre y le revienta el pecho con sus disparos!" Mientras me narraba la escena, se retorcía como alcanzado por los impactos de altos calibre. Y yo, embobado y muerto de envidia. 

No había internet, no había casi nada, excepto la imaginación, un amigo, o un padre avispado en el videoclub. Al poco tiempo pude ver la película. Y flipé por segunda vez. Normal. Pero más que la peli en sí, cuando recuerdo Robocop veo a mi amigo Rubén en chándal, retorciéndose en el patio del colegio Clemfor y gritando "¡Pum, Fussshhh!" al ritmo de un tiroteo imaginario.


lunes, 4 de diciembre de 2017

Rocío de la Mancha, un clásico popular inquietante.







Recuerdo ver esta película en un autobús, de camino a alguna excursión, en la EGB. Algunas veces tenías suerte y te ponían "De pelo en pecho", y otras caía ésta o "Marisol rumbo a Río". En aquellos tiempos, Rocío Dúrcal era para nosotros otra niña cantante que salía en películas que, en aquellos primeros ochenta, olían ya un poco a alcanfor. Vehículos de lucimiento, que se dice ahora, de actores infantiles como Joselito, la ya nombrada Marisol, o inventos como las aventuras de Enrique y Ana, que no por más recientes era menos casposas.

El caso es que "Rocío de la Mancha" cayó el otro día en casa. La cazamos en el canal SOMOS, y como mi hija mayor siente debilidad por el cine español en blanco y negro o con el coloreado "extraño", como ella dice, la vimos. 

Y para mí fue ver otra película; otra realidad; otra perspectiva.

Me voy a la sinopsis oficial de la película: "Rocío es una chica que se dedica a hacer rutas guiadas por los molinos de viento de la Mancha, a lo guía de esas que trabajan por los monumentos y cobran la voluntad, rollo "Molinos misteriosos" o "Ruta desconocida por el yermo manchego". Total, que ella tiene que mantener a cuatro hermanos que parecen dibujados por Carlos Giménez, recibe la asesoría de un cura al que no le importa que ella le rece, cual Conan a Crom, a los molinos en lugar de a Dios; y un novio (el gran Simón Andreu antes de aprender inglés y embarcarse en una carrera en el top del cameo internacional). Su vida es un poco monótona y coñazo, por decir algo. Su vida cambia cuando una cantante famosa y su representante tienen un accidente de tráfico por su culpa. La cantante y ella se conocen y entablan un curiosa amistad, ya que Rocío tiene un flipante parecido con la hija fallecida de la cantante. Ésta, le cuenta que su matrimonio se rompió y que no ha sido capaz de decirle a su ex pareja que su hija ha muerto por el dolor que supone. ¡Yeah!

Rocío, que ve que vive en la mediocridad, su novio le pone menos cero y los niños dibujados por Carlos Giménez son una lastre, y el cura empieza a mirarle con cara de quemador de brujas, decide irse a París a conocer al ex marido de la cantante, hacerse pasar por su hija, y como dicen "desfacer un entuerto". Todo ello plagado de grandes canciones, violencia doméstica, grandes dosis de sordidez y melodrama.

Estamos en el 2017 y juzgar un film de los sesenta con los ojos actuales es injusto, lo sé. Muy injusto. "Rocío de la Mancha" es un clásico del cine popular español para muchos; una comedia entrañable donde todo sale bien y hay muchos planos de gente mirando el infinito con colirio en los ojos y una palabra amable en la boca.  Pero una lectura actual y algo crítica convierten su visionado en un drama sórdido de engaños, tristeza, maltrato y manipulación. Es como ver una proto historia del documental "El impostor" pero con canciones de Augusto Algueró y el rostro de la Dúrcal en lugar del desasosegantede Frederic Bourdin.

domingo, 3 de diciembre de 2017

Podcastmanía




Hoy toca charlar de uno de los entretenimientos que me acompañan en la mayoría de mis tareas diarias: el mundo podcast. El paseo de los perros, las cosas de la casa, la visita al Mercadona... casi siempre con los cascos puestos y escuchando algún programa de Ivoox. Es el sustituto de la radio tradicional desde hace varios años; una radio que se me hace bola y está llena de publicidad, temas que estomagan y sectarismo. Una radio tradicional que no me ofrece lo que busco, ni casa con mis intereses y aficiones; una radio que me ha perdido como oyente, salvo casos puntuales.

Y la verdad es que los podcast son un gran invento, como diría aquel. Puedes encontrar casi cualquier tema que te mole y espaciar las escuchas como quieras. Hay programas sobre cocina, política, cómic, cine, BSO, de todo. Y si entiendes inglés la oferta se multiplica. La caña. Si no te gusta un programa por lo que sea, pues a otro y ya esta. Algunos podcast generan rechazo y otros el enamoramiento más profundo. Te haces fan de los temas, de la forma de abordarlos o de los propios colaboradores. Locutores que no tienen nada que desmerecer a los de antaño; gente que por amor al arte se dejan horas y horas hablando sobre lo que les gusta. Si el mundo del blog languidece, el de los podcast vive una auténtica expansión. Cada día surgen iniciativas nuevas con toda la buena intención; y podcast más veteranos se consolidan llegando a varios cientos de programas. Como decía, es un gran invento esto de los podcast.

¿Y qué escucho yo? Pues estoy suscrito a un buen puñado de programas. Tantos, que me dejaría a muchos si empiezo a hablar de ellos. Desde los puramente mainstream (en el sentido podcastil) LODE, Destino Arrakis, Histocast, Luces en el Horizonte, hasta ofertas más específicas como La Voz de Horus, o joyitas como Tiempo de Culto a la AVT Podcast. De todos ellos aprendo, me divierto, me encorajino si no estoy de acuerdo, me entretienen y llenan ese tiempo de quehaceres solitarios. 

Mi idea es hablar en mayor profundidad sobre el mundo podcastil y mi relación activa con alguno de ellos. Pero es será otra historia; una historia que será contada cuando se me cure un mordisco que me ha dado una de mis perras en la mano y que me impide escribir cómodamente. Cosas de mediar entre una pelea de perros.